BioShock Infinite no era una advertencia, era un spoiler
Venga, vamos a empezar fuerte. Columbia no era una advertencia. Era un spoiler. BioShock Infinite salió en 2013 con la fuerza de un oráculo pasado de absenta, un juego que envolvía su discurso en balas, portales dimensionales y un duelo de bandas sonoras entre Beach Boys e himnos patrióticos. Para muchos, fue solo un shooter con pretensiones; para otros, un tratado sobre el mito fundacional de América. Para Ken Levine, su creador, una exploración de la imposibilidad de la redención. Y aquí estamos ahora en un 2025 que todavía huele a recién estrenado. Donald Trump ha vuelto a la Casa Blanca y Columbia ya no parece una caricatura del pasado. Parece una ciudad que se nos ha escapado de las manos y se ha materializado en la realidad. Porque no importa cuántas veces destruyamos la estatua de Comstock, siempre aparece una nueva, con otra cara, otro eslogan, pero la misma promesa: "Vamos a restaurar la gloria". Y el problema es que esa gloria nunca existió. Columbia y la nostalgia como arma Columbia es lo que ocurre cuando la nostalgia se convierte en religión y la religión en política. Es una ciudad flotante que se vende como el pináculo de la civilización, un paraíso que se deshace en cuanto arañas la pintura dorada de su fachada. Y Estados Unidos está atrapada en ese mismo truco barato. El sueño americano, al igual que Columbia, nunca fue un sueño para todos, sino una promesa selectiva diseñada para unos pocos. Y no es coincidencia que el lema de Comstock, “Una ciudad sobre la colina”, provenga de los sermones de John Winthrop, un predicador del siglo XVII que vio EE.UU. como el nuevo Edén, pero solo para aquellos que encajaban en su molde. Trump no inventó este mito. Solo lo reempaquetó y lo vendió con la agresividad de un vendedor de teletiendas a un país que prefería comprar una fantasía antes que enfrentarse a su realidad. Columbia hace lo mismo. Sus desfiles, su neoclásico reluciente, su orquestina tocando God Only Knows en el puerto de entrada… Todo es una trampa, una narrativa cuidadosamente construida para hacerte sentir que estás en casa, incluso cuando esa casa está construida sobre los huesos de quienes no fueron bienvenidos. Infinite no te lo oculta. Desde el primer momento, Columbia te saca los ojos con su ideología. La lotería con la que Booker es recibido en la ciudad —donde el premio es la oportunidad de apedrear a una pareja interracial— no es un giro de guion. Es la declaración de intenciones de Levine: esto no es un mundo alternativo, es una extrapolación de lo que América siempre ha sido para algunos. Así que cuando miramos a la América de 2025, con su segundo mandato de Trump, con sus fronteras endurecidas y su revisionismo histórico desenfrenado, no estamos viendo una coincidencia. Estamos viendo Columbia en tiempo real. ¿Somos todos Booker DeWitt? Lo más brutal de Infinite no es su violencia, sino su desesperanza existencial. Booker DeWitt, el protagonista, pasa todo el juego tratando de escapar de su pasado, de corregir sus errores. Pero Levine no es tan ingenuo. El destino de Booker está sellado desde el momento en que pisa Columbia, porque no puede deshacerse de lo que es. Y aquí es donde el juego se vuelve dolorosamente actual. Si en 2016 hubo un Booker que intentó cambiar el rumbo de Estados Unidos, en 2020 volvió a fracasar. Y en 2025, el ciclo se ha repetido. Trump no es Comstock, porque Comstock no es un individuo. Es una idea, un síntoma, un virus que encuentra nuevos anfitriones cada vez que el sistema siente que pierde el control. Si Booker representa a EE.UU. en su peor versión, Elizabeth es la grieta en el sistema Levine nos lo puso en bandeja: el problema no es el villano, es el mito que lo engendra. Y aquí estamos, atrapados en la misma historia. Un país que, como Booker, intenta redimirse, pero siempre acaba volviendo a bañar a su hija en el río equivocado. Porque esa es la gran broma macabra de BioShock Infinite: la historia es un bucle. Siempre lo ha sido. Pero si Booker representa a EE.UU. en su peor versión, Elizabeth es la grieta en el sistema. Ella es mucho más que una chica con poderes cósmicos; es la encarnación de la posibilidad. Su habilidad para abrir portales no es solo un truco narrativo, es un recordatorio de que la historia no está escrita en piedra, sino en arenas movedizas. Y es aquí donde la metáfora se vuelve incómoda. Elizabeth no existe en nuestro mundo. No hay una mujer con poderes cuánticos dispuesta a mostrarnos los caminos alternativos que podríamos haber tomado. Nos toca ser Elizabeth o resignarnos a ser Booker. Pero el problema es que cambiar el destino duele. En Infinite, la única manera de romper el ciclo es matando a Booker antes de que pueda convertirse en Comstock. Un sacrificio brutal, pero necesario. Ahora, en 2025, la pregunta es la misma: ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar para cambiar nuestra

Venga, vamos a empezar fuerte. Columbia no era una advertencia. Era un spoiler. BioShock Infinite salió en 2013 con la fuerza de un oráculo pasado de absenta, un juego que envolvía su discurso en balas, portales dimensionales y un duelo de bandas sonoras entre Beach Boys e himnos patrióticos. Para muchos, fue solo un shooter con pretensiones; para otros, un tratado sobre el mito fundacional de América. Para Ken Levine, su creador, una exploración de la imposibilidad de la redención.
Y aquí estamos ahora en un 2025 que todavía huele a recién estrenado. Donald Trump ha vuelto a la Casa Blanca y Columbia ya no parece una caricatura del pasado. Parece una ciudad que se nos ha escapado de las manos y se ha materializado en la realidad. Porque no importa cuántas veces destruyamos la estatua de Comstock, siempre aparece una nueva, con otra cara, otro eslogan, pero la misma promesa: "Vamos a restaurar la gloria". Y el problema es que esa gloria nunca existió.
Columbia y la nostalgia como arma
Columbia es lo que ocurre cuando la nostalgia se convierte en religión y la religión en política. Es una ciudad flotante que se vende como el pináculo de la civilización, un paraíso que se deshace en cuanto arañas la pintura dorada de su fachada. Y Estados Unidos está atrapada en ese mismo truco barato.
El sueño americano, al igual que Columbia, nunca fue un sueño para todos, sino una promesa selectiva diseñada para unos pocos. Y no es coincidencia que el lema de Comstock, “Una ciudad sobre la colina”, provenga de los sermones de John Winthrop, un predicador del siglo XVII que vio EE.UU. como el nuevo Edén, pero solo para aquellos que encajaban en su molde. Trump no inventó este mito. Solo lo reempaquetó y lo vendió con la agresividad de un vendedor de teletiendas a un país que prefería comprar una fantasía antes que enfrentarse a su realidad.

Columbia hace lo mismo. Sus desfiles, su neoclásico reluciente, su orquestina tocando God Only Knows en el puerto de entrada… Todo es una trampa, una narrativa cuidadosamente construida para hacerte sentir que estás en casa, incluso cuando esa casa está construida sobre los huesos de quienes no fueron bienvenidos.
Infinite no te lo oculta. Desde el primer momento, Columbia te saca los ojos con su ideología. La lotería con la que Booker es recibido en la ciudad —donde el premio es la oportunidad de apedrear a una pareja interracial— no es un giro de guion. Es la declaración de intenciones de Levine: esto no es un mundo alternativo, es una extrapolación de lo que América siempre ha sido para algunos. Así que cuando miramos a la América de 2025, con su segundo mandato de Trump, con sus fronteras endurecidas y su revisionismo histórico desenfrenado, no estamos viendo una coincidencia. Estamos viendo Columbia en tiempo real.

¿Somos todos Booker DeWitt?
Lo más brutal de Infinite no es su violencia, sino su desesperanza existencial. Booker DeWitt, el protagonista, pasa todo el juego tratando de escapar de su pasado, de corregir sus errores. Pero Levine no es tan ingenuo. El destino de Booker está sellado desde el momento en que pisa Columbia, porque no puede deshacerse de lo que es. Y aquí es donde el juego se vuelve dolorosamente actual. Si en 2016 hubo un Booker que intentó cambiar el rumbo de Estados Unidos, en 2020 volvió a fracasar. Y en 2025, el ciclo se ha repetido. Trump no es Comstock, porque Comstock no es un individuo. Es una idea, un síntoma, un virus que encuentra nuevos anfitriones cada vez que el sistema siente que pierde el control.
Si Booker representa a EE.UU. en su peor versión, Elizabeth es la grieta en el sistema
Levine nos lo puso en bandeja: el problema no es el villano, es el mito que lo engendra. Y aquí estamos, atrapados en la misma historia. Un país que, como Booker, intenta redimirse, pero siempre acaba volviendo a bañar a su hija en el río equivocado. Porque esa es la gran broma macabra de BioShock Infinite: la historia es un bucle. Siempre lo ha sido.
Pero si Booker representa a EE.UU. en su peor versión, Elizabeth es la grieta en el sistema. Ella es mucho más que una chica con poderes cósmicos; es la encarnación de la posibilidad. Su habilidad para abrir portales no es solo un truco narrativo, es un recordatorio de que la historia no está escrita en piedra, sino en arenas movedizas. Y es aquí donde la metáfora se vuelve incómoda. Elizabeth no existe en nuestro mundo. No hay una mujer con poderes cuánticos dispuesta a mostrarnos los caminos alternativos que podríamos haber tomado. Nos toca ser Elizabeth o resignarnos a ser Booker.
Pero el problema es que cambiar el destino duele. En Infinite, la única manera de romper el ciclo es matando a Booker antes de que pueda convertirse en Comstock. Un sacrificio brutal, pero necesario. Ahora, en 2025, la pregunta es la misma: ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar para cambiar nuestra historia?

La utopía imposible de Ken Levine
Levine nunca ha sido un optimista. Desde System Shock 2 hasta BioShock, su obra ha girado en torno a la imposibilidad de las utopías. Andrew Ryan, el titán de la industria en el primer BioShock, quería una sociedad basada en el individualismo absoluto; Comstock, en Infinite, aspiraba a una teocracia donde la voluntad divina justificara cualquier atrocidad. Ambos fracasaron, porque sus utopías estaban podridas desde la raíz. Y aquí es donde Infinite se vuelve especialmente relevante. Porque no se contenta con criticar una ideología en particular; critica el acto mismo de idealizar el pasado.
Columbia es el sueño húmedo de unos Estados Unidos que se niegan a mirar hacia adelante, que prefieren repetir su historia una y otra vez, confiando en que, esta vez, todo saldrá mejor. Y ese es el dilema de los EE.UU. de 2025. Trump y su gente han conseguido vender la idea de que el país puede volver a ser "grande", sin reconocer que esa grandeza nunca fue real para la mayoría. La pregunta es: ¿vamos a seguir comprando la mentira?

El precio de la redención
Estamos en 2025, y el sueño americano sigue siendo una burbuja a punto de explotar. Estados Unidos sigue atrapado en su propio bucle. Las promesas de un futuro mejor siguen chocando contra el deseo de un pasado que nunca existió. Y mientras seguimos eligiendo el camino de siempre. La pregunta es: ¿seremos capaces de romper el ciclo esta vez? O, como Booker, ¿seguiremos caminando hacia la misma puerta, esperando que esta vez nos lleve a un lugar diferente?
-
La noticia
BioShock Infinite no era una advertencia, era un spoiler
fue publicada originalmente en
3DJuegos
por
Alfonso Gómez
.
What's Your Reaction?






