Llevo días pensando en Dispatch y me he dado cuenta de algo. El verdadero acto heroico del siglo XXI no es salvar el mundo, es sobrevivir al lunes

Llevo días pensando en Dispatch y me he dado cuenta de algo. El verdadero acto heroico del siglo XXI no es salvar el mundo, es sobrevivir al lunes

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En el capítulo piloto de Mad Men, Don Draper se sienta en un restaurante y observa a un camarero negro sirviendo mesas. Está atascado con un anuncio de tabaco, buscando un gancho, y de repente lo tiene: "It's toasted". No importa que todos los cigarrillos se tuesten; lo que importa es que él ha encontrado la manera de vender humo. La escena dura dos minutos, pero cristaliza lo que Matthew Weiner pasaría siete temporadas explorando: que el trabajo de oficina, con sus jerarquías absurdas, sus mentiras necesarias y su violencia silenciosa, puede ser tan dramático como cualquier guerra. Quizá más, porque es una guerra que se libra cinco días a la semana, de nueve a seis, con pausa para comer.

La ficción tardó décadas en entender que los cubículos grises son tan fértiles narrativamente como los campos de batalla. The Office lo convirtió en comedia incómoda; Severance lo transformó en pesadilla distópica; Trabajo basura lo usó como sátira generacional. Todas comparten una tesis: el trabajo moderno no te mata de golpe, te va despellejando lentamente hasta que un día te miras al espejo y ya no reconoces a la persona que aceptó ese primer contrato. Es una violencia burocrática, anestesiada por el aire acondicionado y los correos con "un cordial saludo", pero violencia al fin y al cabo.

Superhéroes con nómina

Ahora bien, ¿qué sucede cuando los superhéroes —esos semidioses posmodernos que vuelan sobre nuestras cabezas y nos protegen de amenazas cósmicas— también fichan? No me refiero a vigilantes nocturnos, que al menos conservan el romanticismo de la nocturnidad y el anonimato, sino a empleados con nómina, evaluaciones de desempeño trimestrales y esa sensación asfixiante de que tu vida se está yendo por el retrete mientras finges que te importa el email corporativo de las cuatro y cuarenta y siete de la tarde. Ahí entra Dispatch, y ahí entra Robert Robertson, también conocido como Mecha Man: el Ícaro que cayó no en el mar, sino en una oficina con wifi regulero y café de máquina expendedora.

Lo primero que conviene entender sobre Dispatch es su linaje. Ad Hoc Studio fue fundado por veteranos de Telltale Games, ese titán caído que durante años dominó el género narrativo con su fórmula de decisiones rápidas, consecuencias dramáticas y el ya mítico "X recordará esto". El problema, claro, era doble: primero, que X nunca recordaba una mierda —las decisiones eran en su mayoría teatro, caminos que convergían en el mismo destino—; segundo, que Telltale se construyó sobre la explotación sistemática de sus trabajadores, con jornadas infernales y una cultura de crunch que terminó devorando al estudio desde dentro. Cuando Telltale cayó en 2018, no fue solo el fin de una compañía: fue el colapso de un modelo de producción insostenible disfrazado de innovación narrativa.

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Que los ex-Telltale vuelvan ahora con un juego sobre un superhéroe arruinado que acepta un trabajo precario en una corporación que gestiona ex-villanos en programas de rehabilitación tiene, como mínimo, un componente casi performativo. Hay algo de terapia colectiva en Dispatch, una suerte de exorcismo creativo donde quienes sufrieron la máquina ahora pueden, al menos, controlar la narrativa sobre lo que significa ser triturado por ella. Y lo más interesante es que no lo disimulan: el juego es deliberadamente explícito en su crítica al trabajo corporativo, a las estructuras que prometen redención pero entregan solo cansancio acumulado.

La moralidad no es un sistema de puntos, sino una acumulación de grises que vas arrastrando como cicatrices invisibles

La historia comienza con Robert Robertson perdiendo lo único que le definía: su armadura de Mecha Man, destruida en una emboscada mientras perseguía vengar a su padre. Sin el traje, Robert no es nadie —ni siquiera tiene superpoderes propios, solo un legado familiar que arrastraba como una mochila de piedras—, y cuando la corporación le ofrece un puesto como coordinador de superhéroes, acepta no por vocación, sino por pura desesperación económica. Es el tipo de decisión que todos hemos tomado alguna vez: aceptar algo que sabes que te va a hacer miserable porque la alternativa es peor. Aaron Paul, con esa voz que arrastra cansancio existencial desde Breaking Bad, le da a Robert una vulnerabilidad que nunca suena a autocompasión. Es el tono exacto de alguien que ha entendido que el mundo no le debe nada, pero aún así se levanta cada mañana porque qué otra cosa va a hacer.

Y es que Dispatch funciona en dos planos simultáneos que, lejos de contradecirse, se refuerzan. Por un lado tenemos las secuencias narrativas puras, esos momentos tipo Telltale donde los diálogos se ramifican, las decisiones (supuestamente) importan y los quick time events aparecen para recordarnos que esto sigue siendo un videojuego. Aquí el juego es generoso: permite desactivar los QTE por completo si prefieres centrarte en la historia, un gesto de respeto al jugador que la vieja Telltale jamás habría considerado. Por otro lado, está el sistema de "dispatching", una suerte de gestión de recursos en tiempo real donde una pantalla se llena de iconos rojos parpadeantes —emergencias, incidentes, catástrofes potenciales— y tú debes decidir qué héroe enviar a cada situación, equilibrando sus estadísticas (fuerza, inteligencia, carisma…) con los requisitos del problema.

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El call center del apocalipsis

Y aquí es donde la cosa se pone interesante, porque la coordinación de héroes no es solo una capa de gameplay para variar el ritmo: es puro diseño narrativo destilado en mecánica. Estás literalmente en un call center heroico. La pantalla se llena de problemas que requieren atención inmediata: un gato atrapado en un árbol, un robo a mano armada, un edificio en llamas, una charla motivacional en un colegio. Todo es urgente. Todo parpadea en rojo. Y tú tienes que priorizar sabiendo que si te equivocas —si envías al héroe con poca fuerza a enfrentarse a un grupo armado, si mandas al carismático, pero torpe, a dar una conferencia— alguien puede morir. O fracasar. O ambas cosas.

El formato te obliga a habitar su ritmo, su precariedad, su cansancio acumulado entre episodio y episodio

Es una réplica inquietantemente precisa de cómo funciona el trabajo moderno. No el trabajo heroico de salvar vidas en primera línea, sino el trabajo de gestión intermedia: responsabilidad sin poder real, decisiones bajo presión constante, la certeza de que hagas lo que hagas nunca será suficiente. El juego te coloca en esa posición de manera tan deliberada que resulta casi incómodo. Mientras Robert intenta mantener la compostura en las reuniones con su jefa (Blonde Blazer, interpretada por Erin Yvette con una mezcla perfecta de autoridad y agotamiento), tú estás en la sala de control viendo cómo los problemas se acumulan más rápido de lo que puedes resolverlos. Tus "héroes" —exvillanos intentando redimirse, cada uno con sus traumas y limitaciones— se cansan, se lesionan, necesitan descansar. No puedes explotarlos infinitamente. Bueno, puedes, pero las consecuencias son evidentes.

Hay una misión específica en el tercer episodio —no voy a estropearla— donde tienes que elegir entre dos opciones claramente dicotómicas. Ninguna opción es incorrecta, pero ambas se sienten terribles. Y lo que hace Dispatch con maestría es no juzgarte por tu decisión; simplemente te muestra las consecuencias y sigue adelante. Es el tipo de diseño maduro que entiende que la moralidad no es un sistema de puntos, sino una acumulación de grises que vas arrastrando como cicatrices invisibles.

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Lo curioso es que esta dualidad —narrativa fija vs. gestión emergente— replica exactamente la sensación que Robert experimenta en la historia. En las cinemáticas no puede cambiar el rumbo de los acontecimientos importantes; está atrapado en un guion corporativo más grande que él. Pero en el día a día del dispatching, en esas pequeñas crisis que se resuelven o empeoran según sus decisiones, ahí sí tiene agencia. Es una partición incómoda, casi esquizofrénica, pero también brutalmente honesta: no puedes cambiar el sistema, pero puedes decidir cómo sobrevives dentro de él.

Resulta significativo, también, el elenco de voces que Ad Hoc ha reunido. Aaron Paul encabeza el casting, claro, pero le acompañan nombres que no vienen del Hollywood inalcanzable, sino del ecosistema cultural de Internet: el equipo de Critical Role, autores de Vox Machina, (Laura Bailey, Travis Willingham, Matthew Mercer), Jacksepticeye, Alanah Pearce... Es un reparto que comunica cercanía, que vende una idea de heroísmo accesible en lugar de olimpiano. No son los dioses de Marvel posando en alfombras rojas; son creadores de contenido, actores de doblaje, gente que ha construido su carrera hablándole directamente a cámaras y micrófonos, cultivando parasocialidad. Esa decisión de casting no es casual: es coherente con la tesis del juego. Estos superhéroes no son excepcionales. Son trabajadores. Como tú, como yo, como Robert Robertson intentando que el día termine sin que nadie (él incluido) se desmorone del todo.

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El heroísmo de seguir respirando

Y luego está el formato episódico, esa decisión casi militante en 2025 de lanzar un juego semana a semana cuando la industria te empuja al maratón compulsivo. Hay algo deliberadamente anacrónico en obligar al jugador a esperar, a vivir esa ansiedad semanal del "¿y ahora qué?" que definió la televisión clásica antes de que Netflix nos convirtiera en devoradores compulsivos de temporadas completas en un fin de semana. Pero en Dispatch esa estructura no es nostalgia vacía: es coherencia temática. Robert vive semana a semana, cobrando una nómina que apenas cubre el alquiler, intentando llegar a viernes sin caerse del todo. Tú también. El formato te obliga a habitar su ritmo, su precariedad, su cansancio acumulado entre episodio y episodio.

Su armadura se rompió y le arrebataron la fantasía del heroísmo individual, esa mentira reconfortante de que uno puede escapar de lo mundano si trabaja lo suficiente, si es lo bastante especial

No es perfecto, desde luego. Técnicamente, el juego tiene esa torpeza propia de los estudios pequeños intentando abarcar demasiado: los QTE, cuando decides no desactivarlos, se sienten anémicos, faltos de peso; algunas transiciones entre escenas narrativas y dispatching son bruscas; y hay glitches menores que recuerdan (ay, la ironía) a los viejos lanzamientos apresurados de Telltale. Pero hay algo casi conmovedor en esas imperfecciones. Es un juego hecho sin crunch, presumiblemente, por un equipo que aprendió por las malas lo que cuesta hacer esto bien. Y se nota. Se nota en el ritmo sostenible, en las concesiones al jugador (esos QTE opcionales, esa flexibilidad), en la sensación de que aquí nadie está intentando ser héroe. Solo están intentando hacer algo que importe sin matarse en el proceso.

Hay una frase de Don Draper en Mad Men, en uno de esos momentos de clarividencia que atraviesan su coraza alcohólica, que me ha venido a la cabeza repetidamente mientras jugaba a Dispatch. Dice: "Naces solo y mueres solo y este mundo simplemente te impone un montón de reglas para hacerte olvidar esos hechos". Robert Robertson no olvidó esos hechos. Su armadura se rompió y le arrebataron la fantasía del heroísmo individual, esa mentira reconfortante de que uno puede escapar de lo mundano si trabaja lo suficiente, si es lo bastante especial. Lo que queda después es un tipo en un cubículo, mirando iconos rojos parpadear en una pantalla, intentando que el día termine sin que nadie muera. Ni siquiera él mismo, metafóricamente hablando.

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Quizá ese es el verdadero acto heroico del siglo XXI: no salvar el mundo de invasiones alienígenas o conspiraciones globales, sino sobrevivir al lunes. Levantarse el martes. Llegar al miércoles sin romperse. Y Dispatch, con sus imperfecciones y sus ambiciones contenidas, entiende eso mejor que cualquier simulador de poder megalómano o fantasía escapista triple A. Es un juego sobre el heroísmo de simplemente aguantar. Sobre encontrar dignidad no en la excepcionalidad, sino en la resistencia diaria, en esa terquedad silenciosa de seguir adelante cuando todas las razones lógicas te empujan a rendirte.

No sé si es el mejor juego narrativo del año —aún quedan semanas y seguramente llegará alguna sorpresa—, pero sí sé que es uno de los más honestos. Y en una industria cada vez más obsesionada con hacerte sentir poderoso, con venderte la ilusión del control total, hay algo profundamente valiente en hacer un juego que te dice: oye, a veces la vida es una oficina gris, un jefe que no te entiende, problemas que se acumulan más rápido de lo que puedes resolverlos, y lo único que puedes hacer es intentar que tus compañeros no se hundan contigo. No es heroico. No es épico. Pero es real. Y quizá, solo quizá, eso es suficiente.

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La noticia Llevo días pensando en Dispatch y me he dado cuenta de algo. El verdadero acto heroico del siglo XXI no es salvar el mundo, es sobrevivir al lunes fue publicada originalmente en 3DJuegos por Alfonso Gómez .